Fernando L. Bordel

Fernando L. Bordell

Se ha definido la cultura como “las artes y otras manifestaciones del logro intelectual humano consideradas colectivamente”. Es decir, las ideas, costumbres y comportamiento social de una sociedad en particular.

Desde siempre, cultura y economía se han entendido como universos distintos o más bien opuestos. La cultura nos remite a universos simbólicos: artes, identidad, conocimientos, valores, patrimonio, tradiciones…, mientras que la economía, cargada de materialidad, nos remite a recursos, producción, costes, demanda, renta, beneficios…

Y no obstante a estas evidentes contradicciones, ambas disciplinas se necesitan mutuamente. No puede haber cultura sin recursos públicos o privados, ni economía sin organización ni referentes valorativos que siempre son productos de un profundo conocimiento.

Los que formamos parte de la misma cultura compartimos identidades grupales. La cultura abarca aquellos valores, creencias, símbolos, normas y comportamientos que sabemos comunes con los que nos rodean. Y determinan nuestra vida cotidiana: cómo hablamos y pensamos, nuestra vestimenta, nuestra alimentación, una manera concreta de ver el mundo y, sobre todo, cómo nos comportamos con otras personas.

Con la globalización, todos estos conceptos están en entredicho. Ahora la cultura ya no es un concepto fijo, sino que está sujeto a muchas influencias externas: el origen étnico, la religión, la ética de aquellos que se han incorporado a nuestra sociedad o de los que tenemos cumplida información. Por eso la cultura se vuelve más fluida, más interrelacionada. Y por ello precisamente es por lo que es necesario proteger y preservar la nuestra. Que no significa atacar a otras culturas o menospreciarlas. Pero pensamos que es el momento de planificar desde los poderes públicos actuaciones que potencien y posicionen nuestros valores culturales, no “frente a”, sino “al lado de”.

Como el resto del mundo, nuestra provincia es cada vez más diversa y ya vemos con naturalidad a personas de etnias diferentes, oímos idiomas extraños y nos relacionamos con personas de otros orígenes. Y esta nueva relación con el diferente va a ser la forma de construir comunidades de éxito.

Con todos estos ingredientes se está formando un nuevo concepto cultural en el que se aprecian importantes beneficios sociales y económicos derivados de aquel. En los jóvenes, la participación en la cultura ayuda a desarrollar habilidades de pensamiento, aumenta la autoestima y mejora todas las capacidades relacionadas con el aprendizaje.

En un principio, economía y cultura pueden parecernos elementos incompatibles. El primero nos dirige a lo tangible, a lo contable. El segundo nos lleva a lo intangible a los bienes de significado social. Así expuestos ambos conceptos parecen muy alejados uno del otro.
Aunque los creadores siempre han sido reticentes a economizar sus productos culturales, actualmente hay sectores emergentes en los que el ocio y la competencia han favorecido que sean compatibles estos dos conceptos, el creativo y el comercial. Por ello es más que conveniente establecer un equilibrio entre el valor per se de la cultura y el valor económico de la misma.

Así el producto cultural sería el depositario de la interpretación que hacen los individuos del mundo. Mientras que el valor económico se relaciona con la utilidad, el precio y la importancia que aquellos individuos asignen a los productos culturales.

El problema surge cuando se juntan economía y poder y las decisiones recaen en personas que tienen la capacidad económica pero ninguna capacidad cultural. Cuando se contempla la cultura únicamente desde la perspectiva del impacto económico, ignorando su valor intrínseco. El resultado, y pruebas abundantes tenemos de ello, es un resultado nefasto. Es cuando todo valor artístico se supedita a su impacto económico. Cuando toda creación cultura ha de pasar el filtro de la ideología política.

Es el momento de considerar el producto cultural como un bien necesario, nunca como una obligación. Como imprescindible, nunca como oferta populista. Y no olvidar que es un elemento productivo y, como tal, un importantísimo generador de riqueza y de crecimiento económico. Es así de sencillo: cultura y economía se nutren mutuamente, una produce y la otra contribuye al aumento de la producción. De esta manera, el producto cultural se consume y adquiere un valor simbólico y económico.

Esta nueva forma “económica” de entender la cultura nos tiene que llevar a la práctica de políticas culturales que sepan diferenciar perfectamente la cultura como bien de consumo, en la que adquiere un valor económico en detrimento de su valor simbólico, del producto cultural que debe conservar sus valores estéticos alejados de cualquier valoración económica.

Con esto no ponemos en duda lo legítimo de obtener un rendimiento económico mediante la cultura, sino todo lo contrario, ya que los beneficios deben reinvertirse para general más productos culturales. Resumiendo: si no perdemos de vista el objetivo social y didáctico de la cultura, cualquier beneficio económico sólo puede ser considerado, no ya deseable, sino necesario.

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